“Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada.”
Ayn Rand, La Rebelión de Atlas, 1957
Hubo que esperar más de cuarenta años para contar con una nueva edición en castellano (con una traducción cuidada y sin censura) de La Rebelión de Atlas, la novela cumbre de Ayn Rand respecto de la cual, una encuesta hecha por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos a principios de los 90’, consideró la obra de mayor influencia sobre los lectores habituales, después de la Biblia.
En momentos en que Argentina se debate entre huelgas, piquetes, y una escalada de violencia sin precedentes, la Rebelión de Atlas cuenta la historia de la única huelga que no se ha hecho hasta el momento: la huelga de cerebros; la explícita decisión de aquellas personas que producen la riqueza que luego otros se disputan el derecho a repartir por la fuerza, de no continuar siendo corderos de sacrificio.
Productores, profesionales talentosos, inventores, artistas, las personas que mueven al mundo y lo hacen crecer, cansados de verse expoliados en provecho de los demás, decidieron sustraer sus mentes de esa entrega. Se convirtieron en empleados de almacén, mozos de bar, guardafaros de ferrocarril, realizaron tareas en las cuales su talento intelectual no estuviese involucrado, y reservaron su capacidad para encontrarse una vez al año en un lugar secreto, en el cual podían vivir sus propias vidas sin interferencias, producir sin límites, y disfrutar del contacto con otros, libres de expoliación.
El resultado de ello fue que en la medida en que el colectivismo avanzó en su afán de quitar a unos para darle a otros, y los talentosos negaron su hasta entonces involuntaria colaboración, el derrumbe del país se aceleró. Esta idea, que en los Estados Unidos de finales de la década del 50’ parecía utópica, exagerada, inimaginable, podrá ser leída en la Argentina de hoy casi como una crónica periodística de actualidad.
Es que una de las características fundamentales de las novelas de Ayn Rand es su condición de atemporales. Su propósito es presentar con claridad la oposición del bien y el mal, los valores en juego, la naturaleza del hombre ideal luchando por conquistar el mundo. Y esta lid filosófica no sabe de tiempos ni espacios.John Galt, su personaje central, pronuncia casi al final de la novela un discurso de más de cincuenta páginas, que constituyen el punto de inicio de la escuela filosófica que Ayn Rand desarrolló en las décadas siguientes, hasta su muerte en 1982: el Objetivismo, cuyos pilares básicos han sido el reconocimiento de la realidad, la racionalidad, el individualismo, el egoísmo racional y la productividad como motores de la acción humana; así como la supremacía de los derechos del individuo como base de las relaciones entre las personas y fundamento moral de la existencia de un gobierno.
Mientras el relativismo epistemológico y ético, y el colectivismo político, fueron socavando lenta pero despiadadamente los cimientos de la civilización occidental, Ayn Rand supo señalar la raíz de esos males con claridad, crudeza, sin eufemismos académicos, pero con una pluma envidiable.
Probablemente sea esa la causa de su profunda influencia sobre intelectuales y gente común, que día a día se va extendiendo en el mundo entero.
Difícilmente pueda hallarse un momento y un lugar más propicios para que llegue a las manos del lector hispano-parlante esta obra, que la Argentina de comienzos del siglo XXI. Constituye la explicación alternativa a la que suele escucharse sobre el por qué de la destrucción del país.
En momentos en que Argentina se debate entre huelgas, piquetes, y una escalada de violencia sin precedentes, la Rebelión de Atlas cuenta la historia de la única huelga que no se ha hecho hasta el momento: la huelga de cerebros; la explícita decisión de aquellas personas que producen la riqueza que luego otros se disputan el derecho a repartir por la fuerza, de no continuar siendo corderos de sacrificio.
Productores, profesionales talentosos, inventores, artistas, las personas que mueven al mundo y lo hacen crecer, cansados de verse expoliados en provecho de los demás, decidieron sustraer sus mentes de esa entrega. Se convirtieron en empleados de almacén, mozos de bar, guardafaros de ferrocarril, realizaron tareas en las cuales su talento intelectual no estuviese involucrado, y reservaron su capacidad para encontrarse una vez al año en un lugar secreto, en el cual podían vivir sus propias vidas sin interferencias, producir sin límites, y disfrutar del contacto con otros, libres de expoliación.
El resultado de ello fue que en la medida en que el colectivismo avanzó en su afán de quitar a unos para darle a otros, y los talentosos negaron su hasta entonces involuntaria colaboración, el derrumbe del país se aceleró. Esta idea, que en los Estados Unidos de finales de la década del 50’ parecía utópica, exagerada, inimaginable, podrá ser leída en la Argentina de hoy casi como una crónica periodística de actualidad.
Es que una de las características fundamentales de las novelas de Ayn Rand es su condición de atemporales. Su propósito es presentar con claridad la oposición del bien y el mal, los valores en juego, la naturaleza del hombre ideal luchando por conquistar el mundo. Y esta lid filosófica no sabe de tiempos ni espacios.John Galt, su personaje central, pronuncia casi al final de la novela un discurso de más de cincuenta páginas, que constituyen el punto de inicio de la escuela filosófica que Ayn Rand desarrolló en las décadas siguientes, hasta su muerte en 1982: el Objetivismo, cuyos pilares básicos han sido el reconocimiento de la realidad, la racionalidad, el individualismo, el egoísmo racional y la productividad como motores de la acción humana; así como la supremacía de los derechos del individuo como base de las relaciones entre las personas y fundamento moral de la existencia de un gobierno.
Mientras el relativismo epistemológico y ético, y el colectivismo político, fueron socavando lenta pero despiadadamente los cimientos de la civilización occidental, Ayn Rand supo señalar la raíz de esos males con claridad, crudeza, sin eufemismos académicos, pero con una pluma envidiable.
Probablemente sea esa la causa de su profunda influencia sobre intelectuales y gente común, que día a día se va extendiendo en el mundo entero.
Difícilmente pueda hallarse un momento y un lugar más propicios para que llegue a las manos del lector hispano-parlante esta obra, que la Argentina de comienzos del siglo XXI. Constituye la explicación alternativa a la que suele escucharse sobre el por qué de la destrucción del país.